UEGO que Nicanor tuvo noticia que Judas estaba en tierra de Samaria, resolvió acometerlo con todas sus fuerzas en un día de sábado,
y como los judíos que por necesidad lo seguían, le dijesen: No quieras hacer una acción tan feroz y bárbara como ésa; mas honra la santidad de este día, y respeta a aquel Señor que ve todas las cosas,
les preguntó aquel infeliz si había en el cielo algún Dios poderoso que hubiese mandado celebrar el sábado.
Y contestándole ellos: Sí, el Señor Dios vivo y poderoso que hay en el cielo, es el que mandó guardar el día séptimo.
Pues yo, les replicó él, soy poderoso sobre la tierra, y mando que se tomen las armas, y que se ejecuten las órdenes del rey. Mas a pesar de eso, no pudo Nicanor efectuar sus designios,
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siendo así que había ideado ya, en el delirio de su soberbia, erigir un trofeo en memoria de la derrota de Judas y de su gente.
En medio de esto, el Macabeo esperaba siempre con firme confianza que Dios le asistiría con su socorro;
y al mismo tiempo exhortaba a los suyos a que no temiesen el encuentro de las naciones, sino que antes bien trajesen a la memoria la asistencia que otras veces habían recibido del cielo, y que ahora esperasen también que el Todopoderoso les concedería la victoria.
Y dándoles igualmente instrucciones sacadas de la ley y de los profetas, y acordándoles los combates que antes habían ellos sostenido, les infundió nuevo aliento.
Inflamados de esta manera sus ánimos, les ponía igualmente a la vista la perfidia de las naciones, y la violación de los juramentos.
Y armó a cada uno de ellos, no tanto con darle escudo y lanza, como con admirables discursos y exhortaciones, y con la narración de una visión muy fidedigna que había tenido en sueños, la cual llenó a todos de alegría.
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Esta fue la visión que tuvo: Se le representó que estaba viendo a Onías, sumo sacerdote, que había sido hombre lleno de bondad y de dulzura, de aspecto venerado, modesto en sus costumbres y de gracia en sus discursos, y que desde niño se había ejercitado en la virtud; el cual, levantadas las manos, oraba por todo el pueblo judaico;
que después se le había aparecido otro varón, respetable por su ancianidad, lleno de gloria y rodeado por todos lados de magnificencia;
y que Onías, dirigiéndole la palabra, le había dicho: Este es el verdadero amante de sus hermanos y del pueblo de Israel; éste es Jeremías, profeta de Dios, que ruega incesantemente por el pueblo y por toda la ciudad santa;
que luego Jeremías extendió su derecha y entregó a Judas una espada de oro, diciéndole:
Toma esta santa espada, como don de Dios, con la cual derribarás a los enemigos de mi pueblo de Israel.
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Animados, pues, todos con estas palabras de Judas, las más eficaces para avivar el valor, e infundir nuevo aliento en la juventud, resolvieron atacar y combatir vigorosamente a los enemigos, de modo que su esfuerzo decidiese la causa, pues así el templo como la ciudad santa estaban en peligro.
Y a la verdad menos cuidado pasaban por sus mujeres, por sus hijos, por sus hermanos y por sus parientes, que por la santidad del templo, que era lo que les causaba el mayor y principal temor.
Asimismo los que se hallaban dentro de la ciudad, estaban en gran sobresalto por la suerte de aquellos que iban a entrar en batalla.
Y cuando ya todos estaban aguardando la decisión del combate, estando ya a la vista los enemigos, el ejército formado en batalla, y los elefantes y caballería colocados en los lugares oportunos;
considerando el Macabeo la multitud de hombres que venía a dejarse caer sobre ellos, y el aparato de armas, y la ferocidad de los elefantes, levantó las manos al cielo, invocando a aquel Señor que obra los prodigios; a aquel que, no según la fuerza de los ejércitos, sino según su voluntad, concede la victoria a los que la merecen.
Y lo invocó de esta manera: ¡Oh Señor! Tú, que en el reino de Ezequías , rey de Judá, enviaste uno de tus ángeles, y quitaste la vida a ciento ochenta y cinco mil hombres del ejército de Sennaquerib,
envía también ahora, ¡oh Dominador de los cielos!, a tu ángel bueno que vaya delante de nosotros, y haga conocer la fuerza de tu terrible y tremendo brazo;
a fin de que queden llenos de espanto los que blasfemando del Nombre tuyo, vienen contra tu santo pueblo. Así terminó su oración.
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Entretanto venía Nicanor marchando con su ejército al son de trompetas y de canciones.
Mas Judas y su gente, habiendo invocado a Dios por medio de sus oraciones, acometieron al enemigo;
y orando al Señor en lo interior de sus corazones, al mismo tiempo que, espada en mano, cargaban sobre sus enemigos, mataron no menos de treinta y cinco mil, sintiéndose sumamente llenos de gozo y de vigor con la presencia de Dios.
Concluido el combate, al tiempo que alegres se volvían ya, supieron que Nicanor con sus armas yacía tendido en el suelo.
Por lo que alzándose al instante una gran gritería y estrépito, bendecían al Señor Todopoderoso en su nativo idioma.
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Judas, que estaba siempre pronto a morir o dar su cuerpo y vida por sus conciudadanos, mandó que se cortase la cabeza y el brazo, junto con el hombro, a Nicanor, y que se llevasen a Jerusalén .
Así que llegó él a esta ciudad, convocó cerca del altar a sus conciudadanos y a los sacerdotes, e hizo llamar también a los del alcázar;
y habiéndoles mostrado la cabeza de Nicanor, y aquella su execrable mano, que con todo orgullo e insolencia había levantado contra la morada santa de Dios Todopoderoso,
mandó luego que la lengua de este impío fuese cortada en menudos trozos, y arrojada después para pasto de las aves; y que se colgara enfrente del templo la mano de aquel insensato.
Con esto bendijeron todos al Señor del cielo, diciendo: Bendito sea el que ha conservado exento de la profanación su santo templo.
Asimismo hizo colgar la cabeza de Nicanor en lo más alto del alcázar, para que fuese una señal visible y patente de la asistencia de Dios.
Finalmente, todos unánimes resolvieron que de ningún modo se debía pasar este día sin hacer en él una fiesta particular;
y se dispuso que se celebrase esta solemnidad el día trece del mes llamado en lengua siríaca Adar, día anterior al día festivo de Mardoqueo.
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Ejecutadas, pues, estas cosas en orden a Nicanor, y hechos dueños los hebreos desde entonces de la ciudad, acabaré yo también con esto mi narración.
Si ella ha salido bien, y cual conviene a una historia es ciertamente lo que yo deseaba; pero si, por el contrario, es menos digna del asunto que lo que debiera, se me debe disimular la falta.
Pues así como es cosa dañosa beber siempre vino, o siempre agua, al paso que es grato el usar ora de uno, ora de otra, así también un discurso gustaría poco a los lectores si el estilo fuese siempre muy peinado y uniforme. Y con esto doy fin.
Pater
Filius
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Angelorum
Satan
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