ESPUÉS de esto, un día festivo del Señor, en que estaba dispuesta una buena comida en casa de Tobías,
dijo éste a su hijo: Anda y tráete acá algunos de nuestra tribu, temerosos de Dios, para que coman con nosotros.
Habiendo él ido, le contó a la vuelta cómo uno de los hijos de Israel, que había sido degollado, estaba tendido en la plaza. Y al instante, levantándose de la mesa, dejada la comida, corrió, antes de probar bocado, donde estaba el cadáver;
y cargando con él, lo llevó secretamente a su casa, para darle sepultura a escondidas, después de puesto el sol.
Ocultado el cadáver, se puso a comer llorando y temblando,
al acordarse de aquellas palabras que dijo el Señor por el profeta Amós: Vuestros días festivos se convertirán en lamentos y lloros.
Puesto ya el sol, fue y le dio sepultura.
Lo reprendían todos sus parientes, diciendo: Ya por esta causa se dio la orden de quitarte la vida, y a duras penas escapaste de la sentencia de muerte; ¿y vas nuevamente a enterrar los cadáveres?
Pero Tobías, temiendo más a Dios que al rey, robaba los cadáveres de los que habían sido muertos, y escondíalos en su casa, y a media noche los enterraba.
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Sucedió, pues, que un día volviendo a su casa fatigado de enterrar, se echó junto a la pared, y se quedó dormido;
y estando durmiendo, le cayó de un nido de golondrinas estiércol caliente sobre los ojos, de que cegó.
Mas el Señor permitió que le sobreviniese esta prueba o aflicción, con el fin de dar a los venideros un ejemplo de paciencia, semejante al de Job.
Porque, en efecto, como desde su niñez vivió siempre en temor de Dios, y guardó sus mandamientos, no se quejó contra Dios por la desgracia de la ceguera que le envió;
sino que permaneció firme en el temor de Dios, dándole gracias todos los días de su vida.
Y al modo que los reyes o poderosos insultaban al paciente Job, así a Tobías le zaherían su modo de vivir los parientes y deudos, diciendo:
¿Dónde está tu esperanza, por la cual hacías limosnas y entierros?
Tobías los reprendía, diciendo: No habléis de esa manera;
puesto que nosotros somos los hijos de los santos patriarcas, y esperamos aquella vida que ha de dar Dios a los que siempre conservan en él su fe.
Entretanto Ana, su mujer, iba todos los días a tejer, y traía el sustento que podía ganar con el trabajo de sus manos.
Y así fue que recibiendo un cabrito de leche, lo trajo a su casa,
cuyo balido, como lo oyese su marido, dijo: Mirad que no sea acaso hurtado: restituidlo a sus dueños porque no nos es lícito comer, ni tocar cosa robada.
A lo que su mujer, irritada, respondió: Bien claro es que ha salido vana tu esperanza, y ahora se ve el fruto de tus limosnas.
Y con estas y semejantes palabras lo zahería."
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