AS como se detuviese Tobías, por razón de las bodas, estaba su padre Tobías con cuidado, y decía: ¿Cuál será el motivo de la tardanza de mi hijo, o por qué se habrá detenido allí?
¿Si hubiera muerto tal vez Gabelo, y no hay quién le devuelva el dinero?
Con esto empezó a afligirse sobremanera, tanto él como su mujer Ana. Y ambos comenzaron a llorar, visto que su hijo no volvía al tiempo señalado.
Sobre todo su madre, inconsolable, lloraba amargamente, y decía: ¡Ay de mí; ay hijo mío! ¿Para qué te hemos enviado a lejanas tierras, lumbrera de nuestros ojos, báculo de nuestra vejez, consuelo de nuestra vida, esperanza de nuestra posteridad?
Teniendo en ti solo juntas todas las cosas, no debíamos alejarte de nosotros.
Tobías le decía: Calla y no te inquietes, que nuestro hijo lo pasa bien; es muy fiel el varón aquel con quien le enviamos.
Mas ella no admitía consuelo alguno; antes saliendo cada día fuera miraba hacia todas partes, e iba recorriendo todos los caminos por donde se esperaba que podía volver; a fin de verle venir, si posible fuese desde lejos.
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Entretanto Raguel decía a su yerno: Quédate aquí que yo enviaré a tu padre Tobías noticias de tu salud.
Pero Tobías le respondió: Yo sé que mi padre y mi madre están ahora contando los días, y que está su espíritu en continua tortura.
Y después de haber hecho Raguel repetidas instancias a Tobías, no queriendo éste condescender de ningún modo a sus ruegos, le entregó su hija Sara, con la mitad de la hacienda en esclavos y esclavas, en ganados, en camellos, y en vacas, y en una gran cantidad de dinero; y lo dejó ir de su casa sano y gozoso,
diciendo: El santo ángel del Señor os guíe en vuestro viaje, y os conduzca sanos y salvos, y halléis en próspero estado a vuestros padres todas sus cosas, y puedan ver mis ojos, antes que muera, a vuestros hijos.
Dicho esto, abrazando los padres a su hija, la besaron y dejaron ir;
amonestándola que honrase a sus suegros, amase al marido, cuidase de su familia, gobernase la casa y se portase en un todo de un modo irreprensible.
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