¡OH, si rasgarás los cielos, y descendieras! A tu presencia se derretirían como cera los montes. 2 Se consumirían como en un horno de fuego; las aguas mismas arderían como llamas, para que se hiciese manifiesto tu nombre a tus enemigos, y temblasen delante de ti las naciones. 3 Cuando tú hayas hecho estas maravillas, no podremos soportarlas: has descendido del cielo, y al verte los montes, se han derretido.

4 Desde que el mundo es mundo, jamás nadie ha entendido, ni ninguna oreja ha oído, ni ha visto ojo alguno, sino sólo tú, ¡oh Dios!, las cosas que tienes preparadas para aquellos que te están aguardando.

5 Tú saliste al encuentro de aquellos que caminando con alegría por tus caminos se acuerdan de ti. Mas tú ahora estás enojado contra nosotros, porque hemos pecado; en pecados estuvimos siempre enredados; y con todo, por tu misericordia seremos salvos.

6 Todos nosotros venimos a ser como un inmundo leproso, y como un sucio trapo todas nuestras obras de justificación; como las hojas de los árboles hemos caído todos, y nuestras maldades como un viento impetuoso nos han arrebatado y esparcido. 7 No hay ninguno que invoque tu Nombre; no hay quien se levante para mediar, y te detenga; nos has escondido tu rostro, y nos has estrellado contra nuestra misma maldad. 8 Ahora bien, Señor, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero; obras somos todos de tus manos. 9 No te irrites, Señor, en demasía, ni te acuerdes más de nuestra maldad; mira y atiende a que somos todos pueblo tuyo.

10 Ha quedado desierta la ciudad de tu santuario. Sión está hecha un yermo; Jerusalén se halla asolada. 11 La casa de nuestra santificación y nuestra gloria, donde nuestros padres cantaron tus alabanzas, echaste a un montón de cenizas, y todas nuestras grandezas se han convertido en ruinas. 12 Pues Señor, ¿y al ver tales cosas, te estarás tú quedo?; ¿continuarás guardando silencio, y afligiéndonos en tanto extremo?
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