ÑADIÓ también Job, continuando su parábola, y dijo:
¡Quién me diera volver a ser como en los tiempos pasados, como en aquellos días venturosos en que Dios me tenía bajo su custodia y amparo!
Entonces su antorcha resplandecía sobre mi cabeza, y guiado por esta luz caminaba yo seguro entre las tinieblas;
como fui en los días de mi mocedad, cuando Dios moraba secretamente en mi casa;
cuando el Todopoderoso estaba conmigo, y alrededor de mí toda mi familia;
cuando lavaba, por decirlo así, mis pies con la nata de la leche, y hasta las peñas me brotaban arroyos de aceite;
cuando salía a las puertas de la ciudad, y allí en la plaza me disponían un asiento distinguido.
Y viéndome los jóvenes se retiraban, y los ancianos se lavantaban y mantenían en pie.
Los magnates no hablaban más y cerraban sus labios con el dedo.
Quedaban sin hablar los capitanes, y con la lengua pegada al paladar.
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Bienaventurado me llamaba todo el que oía mis palabras; y decía bien de mí cualquiera que me miraba;
pues yo había librado al pobre que gritaba por socorro; y al huérfano que no tenía defensor.
Me llenaba de bendiciones el que hubiera perecido sin mi auxilio; y yo confortaba el corazón de la viuda desolada.
Porque siempre me revestí de justicia y mi equidad me ha servido como de regio manto y diadema.
Era yo ojos para el ciego y pies para el cojo.
Era el padre de los pobres; y me informaba con la mayor diligencia de los pleitos de los desválidos, de que no estaba enterado.
Quebrantaba las quijadas a los malvados, y les sacaba la presa de entre sus dientes.
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Con este tenor de vida decía yo: Moriré en paz en mi nido; y como la palma multiplicaré mis días.
Está mi raíz extendida junto a la corriente de las aguas, y el rocío descansará sobre mis ramos.
Se irá siempre renovando mi gloria, y mi arco, o el poder mío, será de cada día más fuerte en mis manos.
Los que me escuchaban estaban aguardando mi parecer, y atendían silenciosos mi consejo.
Ni una palabra se atrevían a añadir a las mías; y como rocío, así caían sobre ellos mis discursos.
Me aguardaban como a la lluvia los campos, y abrían su boca como hace la tierra seca a las aguas tardías o del otoño.
Si alguna vez me les mostraba risueño, de gozosos apenas lo creían; pero no quedaba sin fruto la alegría de mi semblante.
Si quería ir a sus reuniones, me sentaba en el primer lugar; y estando sentado como un rey rodeado de sus guardias, no por eso dejaba de ser el consolador de los afligidos.
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Satan
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Atlas