RANDES son, ¡oh Señor!, tus juicios, e inefables tus obras. Por eso las almas privadas de la ciencia o luz celestial, cayeron en el error.
Pues cuando los inicuos egipcios se persuadieron poder oprimir al pueblo santo, fueron ligados con cadenas de tinieblas y de una larga noche, encerrados dentro de sus casas, y yaciendo en ellas como excluidos de la eterna providencia;
y mientras creían poder quedar escondidos con sus negras maldades, fueron separados unos de otros con el velo tenebroso del olvido, llenos de horrendo pavor, y perturbados con grandísimo asombro.
Porque ni las cavernas en que se habían metido los libraban del miedo; sino que un horrible estruendo, que se sentía los aterraba y se les aparecían horrorosos fantasmas, que los llenaban de espanto.
No había ya fuego, por grande que fuese, que pudiese alumbrarlos; ni el claro resplandor de las estrellas podía esclarecer aquella horrenda noche.
Al mismo tiempo de repente les daban en los ojos terribles fuegos o relámpagos; y aturdidos por el temor de aquellos fantasmas, que veían confusamente, se imaginaban más terribles todos los objetos.
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Allí fueron escarnecidas las ilusiones del arte mágico, y afrentosamente castigada la jactancia de su sabiduría.
Pues los que prometían desterrar de los ánimos abatidos los temores y las perturbaciones, ésos mismos, llenos de terror, estaban con vergüenza suya desmayados.
Porque aunque nada de monstruoso solía espantarlos, aquí despavoridos con el pesar continuo de las bestias, y los silbidos de las serpientes, se morían de miedo, y hubieran elegido no percibir el aire, lo que nadie puede evitar de ningún modo.
Porque la maldad siendo como es medrosa, trae consigo el testimonio de su propia condenación; pues una conciencia agitada presagia siempre cosas atroces.
Ni es otra cosa el temor, sino pensar que está uno destituido de todo auxilio.
Y cuanto menos dentro de sí espera socorro el hombre, tanto más grande le parece aquella causa desconocida que lo atormenta.
Lo cierto es que los que aquella noche, verdaderamente intolerable y salida de lo más inferior y profundo del infierno, dormían el mismo sueño,
unas veces eran agitados por el temor de los espectros, otras desfallecían sus almas de abatimiento, sobresaltados de un terror repentino e inesperado.
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Y si alguno de ellos llegaba a caer, allí quedaba como preso y encerrado en una cárcel, sin necesidad de cadenas de hierro.
Pues, o bien fuese algún labrador, o un pastor, o jornalero que trabajase en el campo, se hallaba sorprendido y envuelto en aquella insuperable angustia;
porque todos quedaban aprisionados con una misma cadena de tinieblas donde ya el susurro de los vientos, ya el canto suave de las aves entre las frondosas ramas de los árboles, ya el ímpetu de corrientes caudalosas de agua,
ya el recio estruendo de peñascos que se desgajaban, ya el correr de los animales, que andaban retozando, y a los cuales no divisaban, ya el fuerte alarido de las bestias que aullaban, ya el eco resonante en las concavidades de montes altísimos, los hacía desfallecer de espanto.
Y entretanto todo el resto del mundo estaba iluminado de clarísima luz, y se ocupaba sin embarazo alguno en sus labores ordinarias.
Solamente sobre ellos reinaba una profunda noche, imagen de aquellas eternas tinieblas, que después les aguardaban, por cuyo motivo se hacían ellos más insoportables a sí mismos que las tinieblas.
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